Mandeep Dhillon*
El sol empezaba su migración hacia el occidente, un camino empinado nos llevaba hacia las casas de algunas familias de la comunidad de Mathayúwàa/Zilacayota. Eran los primeros días de mayo en la Montaña alta de Guerrero. Todavía no caían las lluvias que transformarían el polvo en lodo, aún así, ante mi poca experiencia de andar en montaña, pisaba con cuidado, cargaba sólo un estuche con un equipo portátil de ultrasonido y algunas herramientas guardadas en mi filipina, la caja pesada de medicamentos que se consiguieron a través de gente solidaria, iba cargada por uno de los compañeros de la Policía Comunitaria del pueblo. En fila subimos, ellos antes y detrás de nosotros, con una facilidad formada por toda una vida de navegar senderos más complicados. Al llegar, la brisa vespertina enfrió el sudor del esfuerzo, miré una hermosa casa de adobe y un jardín bien cuidado en el cual, entre otras, las flores de amapola pintaban de colores a un escenario silente, cristalizado por la luz nostálgica de la tarde.
Foto: Piaget Solano
Encontramos una mujer sentada en el patio, su mirada aparentemente perdida en la distancia, nos acercamos, los compañeros la saludaron en mè'phàà, le avisaron que habíamos llegado para su consulta, la seguimos a ella y su hija al cuarto. De nuevo, el ritual de la revisión que ya se había repetido unas 20 veces en ese día. El semblante de la joven no delató la fiebre de 38.4 grados que ardía contra la infección en su cuerpo, ni la saturación de oxígeno de 86% que marcaba la irrupción de la infección a sus pulmones. Enterré en el fondo de mi estómago el malestar que se anudaba desde la mañana al conocer tantas personas con los síntomas innegables de una infección respiratoria, varias de ellas de gravedad.
La tristeza palpitaba en el cuarto, sin lágrimas, ni palabras demás, la mujer nos contó que había fallecido su esposo en la semana anterior tras una enfermedad muy parecida a la suya, nos contó cómo lo cuidó en sus últimos momentos, nunca recibió atención médica, la escuchamos. El compañero que traducía transmitió los cuidados necesarios, una combinación de medicamentos básicos, sugerencias de alimentación, posturas de reposo, tés de plantas medicinales. Dejamos algunos medicamentos, una receta con las recomendaciones, y nos marchamos hacia la siguiente familia.
Sentí el hartazgo entre mis costillas, de nuevo una anticipación del vacío ante la incertidumbre de no saber cómo parar la catástrofe de la muerte impuesta, la impotencia de no saber a qué instancia dirigir el grito. En México, las normas oficiales dictan cuidados intensivos para personas con cuadros respiratorios graves al borde de la muerte pero en la Montaña se tiene que viajar 5 horas sólo para ser rechazados de un hospital, la única fuente cercana del oxígeno suplementario que se considera parte fundamental del tratamiento que se necesita para, quizás, sobrevivir.
Ya habían pasado dos semanas desde el inicio de los primeros casos de la enfermedad en la comunidad y antes de nuestra visita, habían fallecido cuatro personas, incluyendo uno de los xi'ña (guía espiritual) del pueblo. En el día y medio que pudimos dar las consultas a domicilio, habíamos conocido unas veinticuatro familias afectadas, no supimos si hubo otras que no solicitaron una visita. Conocí por lo menos cinco personas que tenían un nivel de oxigenación tan bajo, que de acuerdo a mi experiencia de trabajar en una sala de urgencias, no creí que llegarían a la otra semana, sin tanques de oxígeno y sin vigilancia de un equipo médico.
De vuelta a mi casa, en las horas de viaje, en los días que vinieron, esperé noticias con miedo y algo de resignación. Pasó una semana, luego otra, me informaron que nadie más había fallecido. Estaba incrédula. Pregunté de nuevo, específicamente sobre las personas más graves, de los que habían tenido una saturación de oxígeno debajo de ochenta. La misma respuesta, no había más muertes. Al par con mi alegría y alivio, brotó la inquietud. ¿Cómo lo hicieron?
Mi formación como médica en la universidad y en los hospitales me preparó para muchas cosas; hacer que un corazón vuelva a latir, suturar heridas, tratar infecciones, evacuar sangre que está colapsando a un pulmón, mirar la muerte inevitable de otros y avisar de su llegada. Y todo eso, lo hago con responsabilidad, compromiso, consciencia compasiva y crítica. Sin embargo, la medicina en la cual me formé, ahora hegemónica, nunca me acercó a las otras formas que existen en el mundo de nombrar las enfermedades, explicar su origen, transmisión y cómo sanarlas. Me dejó sin muchos otros conocimientos necesarios para curar.
En mis libros y rotaciones clínicas, guías de práctica institucionales, los congresos y conferencias más celebrados del país, no encontré la preparación para sentarme frente a una mujer de La Montaña, recién arrebatada de su compañero de vida, con el cuerpo marcado por las injusticias sociales, políticas y económicas de una enfermedad globalizada. Ante ella, la comunidad, La Montaña, lejos de los monitores, de las fuentes de oxígeno, un laboratorio, la seguridad de los paradigmas que me titularon como doctora y especialista en urgencias, sentí de nuevo el peso de todo lo que me faltaba aprender, y desaprender.
La visita a la comunidad no fue mi primera experiencia de trabajar en torno a la salud en un ambiente muy distinto a los hospitales en donde me formé. Desde el 2014 había participado en la Brigada de Salud Comunitaria 43 en Tixtla, Guerrero, un grupo formado en colaboración con una parte de la Policía Comunitaria de la CRAC-PC para atender a la gente del pueblo a través de la formación de promotores de salud.
Al lado de las y los compañeros de la Brigada 43, atestigüé el alcance destructivo de las limitaciones severas del sistema de salud y aprendí a enfrentarlas en colectividad. Conocí abuelos con dificultades para la movilidad que tenían que caminar más de media hora en el cerro para acceder a un centro de salud en donde, si no llegaban a cierta hora, se les negaba la atención que habían requerido durante semanas, en otros casos, dimos consultas a quienes se les había cobrado la toma de presión arterial, un servicio supuestamente gratuito, las y los habitantes de Tixtla nos contaron que no podían acceder a atenderse porque los médicos en su centro de salud se negaban a canalizarlos al hospital especializado, además, nos relataron que frecuentemente tenían que comprar medicamentos que oficialmente se les tenían que proporcionar como parte de su seguro de salud y que al momento de acudir a consultas, sufrían maltrato.
Ante la ausencia de servicios estatales y la desconfianza nacida tras generaciones de malas experiencias, vi como las familias se endeudaban severamente para pagar consultas particulares, y ni así lograban alcanzar la atención que necesitaban.
Una de las primeras decisiones de nuestra Brigada fue proveer atención gratuita a todas y todos, independientemente de su afiliación política. También pusimos en práctica, aunque fuera en una sola comunidad, una relación distinta entre el conocimiento de médicos formados en las instituciones del Estado y el conocimiento territorial de las mujeres y los hombres del pueblo forjado a través de generaciones, practicar otra relación entre la ciencia de la medicina alópata y la ciencia de la medicina tradicional, poder ofrecer una consulta médica a manera de trueque, pedir a cambio un acto de solidaridad con las actividades de la Brigada o un artículo de despensa en vez de aceptar el pago monetario que se nos ofrecía.
También fue fundamental la participación de las mujeres, dedicaron su formación al servicio de su pueblo, antes, durante o después de su trabajo en la casa o en el campo, se reconocieron como promotoras de salud, una de las fortalezas más grandes de la CRAC-PC. Tras dos años de conocernos, en un taller sobre sanar nuestros miedos, una de las primeras promotoras de la Brigada relató que su sueño de niña había sido ser médica y que por fin, de alguna forma, estaba cumpliendo con ello.
Todas esas vivencias de la Brigada 43 volcaron los supuestos del sistema educativo y de salud en los cuales había aprendido a ser médica y que me habían encaminado a tener como objetivo principal, ubicar la enfermedad en un cuerpo y eliminarla, a eso, durante muchos años, consideré curar y por lo mismo, se fue aglomerando una frustración cruenta por todos los encuentros clínicos en los cuales los malestares de mis pacientes necesitaban un acompañamiento más cercano, una red social más fortalecida y soluciones a problemas profundamente económicos y sociales, para los cuales no sólo no tenía las herramientas resolutivas, sino que además se me había enseñado directamente o indirectamente que no era mi problema reflexionarlos. Fue en la práctica colectiva de la salud en Tixtla que empecé a entender el poder curativo que vivía en el hacer comunidad, en el hacer de una medicina liberadora, de una salud con el territorio y no impuesto sobre el territorio.
Mirar la enfermedad en La Montaña me llevó de nuevo a enfrentarme con los aciertos y desaciertos del modelo biomédico, antes de la jornada de consultas de mayo, durante todo el año, vi a mucha gente enfermarse de la misma infección que se había anclado en el corazón de la comunidad. Cuando esas personas llegaban a mi hospital, por el riesgo de contagio, se les separaba de sus familiares, se quedaban solos, salvo el contacto con el equipo de trabajadores de salud que podía ser frecuente o casi nulo dependiendo de la escasez de personal, a veces no comían durante días al no tener quien les asistiera, nadie les sobaba la espalda, pocas veces alguien les ayudaba a voltearse en su cama o les daba palabras de aliento, fallecían solos, lejos de sus casas, de sus flores, de los olores de la cocina, del amor familiar que sostiene un lugar para ellos en el mundo. Me era difícil imaginar la soledad y miedo que seguramente vivían, hasta la fecha sigo recordando el terror que miré en los ojos de muchos.
Las terribles condiciones, en la mayoría de ocasiones, no son resultado de la crueldad de quienes trabajamos en los hospitales y clínicas, son, en gran parte, producto de una estructuración inadecuada de los servicios de salud durante décadas y la privatización cada vez más intensa que ha hecho que año por año tengamos menos recursos materiales y humanos para atender las necesidades de la población.
Ante ello, muchas y muchos de los médicos caímos en la normalización del sufrimiento, justificando con la impotencia aprendida. Cuestionamos y criticamos nuestras condiciones de trabajo, pero pocos cuestionamos el tipo de medicina que estamos practicando, el cómo se practica, o el por qué. Pocos cuestionamos nuestra participación en un modelo de atención a la salud que no está enfocado en curar en su dimensión verdadera, sino que necesita perpetuarse como el modelo que tiene la absoluta verdad, aún a costa de quienes buscan nuestra ayuda. Pocos volteamos a ver, con curiosidad y humildad a otras tradiciones de sanación y acompañamiento de la enfermedad, formas con las cuales seguramente podemos complementar lo útil de nuestra práctica biomédica.
En mi tiempo en La Montaña, las verdades absolutas del sistema de salud oficial cayeron. En la comunidad que visitamos, así como en muchas otras de la región, el sistema de salud es prácticamente inexistente. El médico asignado al centro de salud rehusó atender a quienes percibía afectados por la enfermedad que estaba matando a jóvenes y abuelos, en los dos días que pasamos atendiendo a la población, no lo miré ni una vez, tampoco escuché tan solo una referencia positiva sobre su relación con la comunidad.
Lo que sí vi abundar fue unidad familiar y cuidados colectivizados, vi cómo hijos, hermanos, esposas de los enfermos se preocuparon por aprender a cuidarlos, darles de comer, administrarles sus medicamentos, sostenerlos con presencia. Vi la organización desde la comisaría y la policía comunitaria que permitió las visitas a domicilio, sin dejar de lado a una sola familia que había solicitado el apoyo. También supe de cómo se había cumplido con los rituales para despedirse de los recién muertos, a pesar de los riesgos inherentes en ese acompañamiento. En todo momento estaba presente el imperativo de pensarse, sentirse, curarse como pueblo o, al no ser posible, hacer pueblo aún en la muerte.
Para cuando llegaron las primeras lluvias en La Montaña de Guerrero, la ola de enfermedad que asfixiaba había retrocedido, al par con la debilidad que dejó en los cuerpos de quienes manifestaron sus síntomas, también ocasionó pérdidas profundas en el tejido comunitario, la ausencia de quienes cargaban la memoria del pueblo, de quienes lo habían defendido. En junio, llegó la Fiesta del Ratón, un momento para renovar el tiempo, hubo música y baile en las calles, no se olvidaron los rituales, en conjunto se reafirmó el caminar circular de la vida.
Mientras recorrimos de nuevo las entrañas de la comunidad, esta vez acompañados de risas, bromas y festejo, pensé en la resiliencia de su gente y su mundo. Nada podía perdonar la negligencia histórica del sistema de salud en su territorio, y no quería caer en romantizar el sufrimiento causado por el mismo, sin embargo, me habían dejado otra lección importante en cómo enfrentar la enfermedad en colectivo, un contraste severo y necesario ante las violencias normalizadas del sistema de salud.
La enfermedad que asfixia, como muchas otras, arrasa al mundo por un desequilibrio en la armonía que mantiene la vida, para curarla tendremos que entender con curiosidad, humildad y respeto cómo se sostiene la vida en cada territorio. Las y los médicos, ¿seremos capaces de hacer pueblo para lograr esa escucha?
*Hija de una familia Punjabi, nació en Montreal, Canadá. Se formó como urgencióloga en México, en donde ha vivido, trabajado y luchado durante más de una década. En los últimos 8 años se ha dedicado a la organización en torno a la salud comunitaria en conjunto con la defensa del territorio.
Comments